Hay personajes que saben hacerlo bien hasta en su muerte. Siempre tan diplomático, Juan Antonio Samaranch Torelló apagó su luz un 21 de abril como hoy hace 10 años a las 13.25, una hora perfecta para los noticieros de Asia, Europa y la costa Este estadounidense. Para que los periódicos, esos que devoraba a diario en el desayuno, no tuviesen que imprimir deprisa y corriendo una segunda edición de un especial ya avanzado como la enfermedad que le había perseguido en sus últimos días.
No es necesario glosar la vida de uno de los españoles más universales de todo el siglo XX. Su trascendencia mundial no alcanza a Pablo Picasso o Severo Ochoa, aunque pertenece, sin duda, a esa estirpe de hombres y mujeres valorados mucho más en el extranjero que en la tierra patria. Su cercanía a Franco, que le designó embajador de Rusia, ha provocado siempre la condena de sus críticos más afilados, ocultando virtudes mucho más remarcadas como sus enormes cualidades para el proselitismo y una excepcional capacidad para anticiparse a los hechos en los negocios. Fue un visionario.
Samaranch recogió un movimiento olímpico que se caía a pedazos en 1980, tiempos en los que tuvo que navegar entre los dos grandes boicots a los Juegos. Un acontecimiento que nadie quería albergar -Los Ángeles no tuvo rival en 1984- lo transformó en una concurrencia delos países más importantes del planeta. Londres, París, Moscú y Nueva York, además de Madrid, participaron en la elección de 2005 que otorgó a la capital británica la edición de 2012. Para entonces, ya era presidente de honor del COI, pero su influencia seguía siendo poderosa y fue artífice del entusiasmo que despertó por acudir. Aquella cita de Singapur quedará, seguramente, como el cénit del Olimpismo. Fue tan importante para el movimiento como la adjudicación de los Juegos de Pekín’08, una operación de alto riesgo y cuyo objetivo era servir de elemento dinamizador de los derechos humanos en China.
Una década después, y a pesar de toda la tecnología y el innegable crecimiento en interés hacia los Juegos, impulsados sobre todo por las mastodónticas figuras de Michael Phelps y Usain Bolt, además de la NBA -la incorporación de los deportes profesionales fue otro de sus hitos- no se puede decir que el olimpismo goce de mejor salud que con el barcelonés.
No ha mejorado en transparencia, la mácula que salpicó su mandato con la corrupción de varios miembros del COI en la adjudicación de los Juegos de Salt Lake City 2002. Todas las votaciones posteriores a su muerte, Río 2016 y Tokio 2020, han tenido el escándalo como eco retardado. Y, en invierno, Sochi vivió el bochornoso lavado de cara de los deportistas rusos con la colaboración del FSB.
Tampoco se ha arbitrado una fórmula de negocio distinta. El contrato con las televisiones estadounidenses se ha aprovechado por inercia, el programa top de patrocinadores sigue en la docena, número que ya se alcanzó para los Juegos de Barcelona 92. Sólo la participacion de la mujer en la asamblea, que Samaranch promovió con lentitud en su mandato, ha supuesto un aire de modernidad a una institución siempre cuestionada por su poca cercanía con la sociedad.
El Olimpismo pelea ahora en un escenario singular, con el agravante de la crisis del Covid 19. Uno de sus tres grandes pilares, las federaciones, han cedido parte de su poder ante el empuje del dinero privado. La independencia de otra de las patas, los comités nacionales, es también cuestionada en varios países por considerarse anacrónico. Son los frentes del alemán Thomas Bach, que necesita la mano izquierda de JAS.